
Recuerdo esa tarde, gravada en mi mente, con una tierna sonrisa entraste en mi corazón y en mi habitación...
Eras una bestia insaciable y juguetona. Me tiraste contra la cama para después comenzar a sacarme la ropa, mientras yo, enloquecido por aquel torrente de sexo, pasión o piel, solo intentaba besar tu cuerpo, a la vez que lo iba desnudando, al igual que tu al mío. Nunca creí poder hacer, ni pensar siquiera, las cosas que hice aquel día.
Nuestros dos cuerpos, desnudos, sudorosos y calientes, bailaron al compas del orgasmo, que nosotros mismos íbamos componiendo segundo a segundo.
La sangre de todo mi cuerpo se agolpaba y concentraba violentamente en una sola zona. Una península corporal, que como volcán se elevaba sobre el resto de la superficie para expulsar lo más calido de su interior, mantenido bajo presión durante demasiado tiempo.

A pesar de tu blanquecina piel, cada roce con ella me provocaba un ardor propio de la lava.
Mientras mi lengua jugueteaba con tus dos cumbres borrascosas, como anteriormente había echo la tuya con mi volcán, ibas soltando como si ellas fueran las teclas del piano, tus notas más íntimas, y con cada nota, me envolvías más en esa demencia, de carne, pasión y sexo...
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