
Ya entraba la noche, y el frió estremecía mis manos desnudas. En las penumbrosas calles, apenas había vida, sólo un vagabundo, recostado sobre un banco, soñando con una vida sin penurias, y un perro rebuscando su alimento en los desperdicios de otros.
Aquella zona del pueblo no era muy frecuentada a tan altas horas, por los temores que emanaban de ella, al igual que el respeto.
Bajo mi abrigo, llevaba el pico y el martillo, dispuestos para trabajar. Abrí la verja metálica de rejas, y un fatídico chirrido estridente, me sobresalto momentáneamente, pensando que aquel maldito grito metálico podría haber atraído la fatídica atención de algún tercero, más ello no corrió.
Penetre dentro del recinto, cerrando la verja tras de mi, y paseé por el camino adoquinado y frió.
La casi total oscuridad reinaba sin tregua, como intentando evitar mi encuentro aquella noche, más en mi mente conocía el camino exacto para poder hacerlo incluso a ciegas, y así encontrar lo que buscaba aquella noche, lo que anhelaba y allí reposaba.
A mi lado iban quedando atrás viejas voces mudas, de otros mundos, que gritaban en la oscuridad, impulsadas por el sacrilegio que a sus ojos esa noche allí se cometería.
Ante mis ojos, allí se perfilo de pétreo mármol, la cárcel de mi deseo, la ultima barrera entre yo y mi anhelo…
Al entrar en la cárcel de mi deseo, allí estaba ella, reposando hermosamente, dormida como un ángel. Su tez blanca y pura como la nieve estaba helada como el mármol que nos rodeaba, y sus gélidos ojos celestes me miraron como si largo tiempo me hicieran aguardado en la oscuridad, sin encontrarme.
No hizo falta intercambiar palabras. Ambos estábamos buscando lo mismo; paz, descanso….
Una vez me dijo: “Tuya más allá de la Muerte” y así fue.
¿Qué quieres?
El Amor es así, para siempre….
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